Aquellos años en el Instituto San Rosendo
Soy una ex-alumna del Instituto San Rosendo de Mondoñedo y, también, una ex-alumna de Don Pedro Rubal.
Lo primero que quiero hacer es felicitar a Don Pedro porque el próximo 14 de julio cumplirá 90 años, algo que no parece fácil y que siempre merece celebración. Don Pedro lo ha conseguido pero lo más importante es que ha llegado a ellos concitando y cosechando “amores”, como demuestra este homenaje que se le está rindiendo y al que yo me he querido sumar reconstruyendo en mi memoria los años que pasé en el Instituto donde Don Pedro inició su labor docente. Y compartirlo con él.
No puedo hablar más que en mi nombre y desde la perspectiva de mi tiempo -allá por la década de los 70, recién inaugurado el instituto como centro de educación secundaria, antes laboral- pero estoy segura de que muchos otros ex-alumnos se sumarían encantados al homenaje a uno de sus profesores. No sé de nadie de los que por allí pasamos que de una u otra manera no esté agradecido por las enseñanzas recibidas. Y de eso, sin duda, son responsables, además del inefable Don Francisco Mayán, que lo dirigió siempre con mano firme, a la manera que se “estilaba” entonces pero muy atinadamente, todos los que en algún momento formaron parte de su equipo docente.
Claro que cuando hablo de enseñanzas recibidas no me refiero únicamente a las consabidas asignaturas: matemáticas, lengua, literatura, dibujo, ciencias…, y mucho menos a las llamadas “marías” como la FEN -Formación del Espíritu Nacional- o Labores del Hogar, ambas de nombre un tanto desvergonzado, fruto de la época. Todas ellas eran materias esenciales, ya que de su superación dependía la supervivencia escolar; en aquel tiempo, ser bachiller era un logro importante. Pero la preocupación de los profesores iba más allá de los contenidos estrictamente curriculares. En el Instituto San Rosendo, a la manera de un college inglés, se enseñaba de todo. Urbanidad, aseo, higiene, respeto por el compañero, por las instalaciones… En fin…, respeto por encima de todo. En mi memoria ha permanecido la idea de que los profesores del San Rosendo pretendían una educación en sentido amplio, una educación integral.
Excursión de alumnas de 4º de Bachillerato
Y los alumnos respondíamos también con respeto. En aquellos años el principio de autoridad iba como la seda. ¡Eran otros tiempos!. Otras maneras. Otras formas, social y política. Se trataba quizás de un respeto algo sumiso, sin mucha conciencia o espíritu crítico – íbamos encantados a celebrar el 18 de julio, llevando flores a “los caídos por España”, si eso alteraba la rutina – pero, aún con “sus pegas”, esas maneras debieron de resultar fructíferas. Para muchos de aquellos alumnos la formación del Instituto sería la única, o la última, educación reglada que recibirían. En muchas ocasiones les he escuchado hablar de los beneficios que les reportó su paso por el Instituto.
Las instalaciones eran, además, magníficas. Los profesores de ciencias contaban con un laboratorio totalmente equipado - bombonas de gas, lavadero, matraces y tubos de ensayo…- que permitía “todo tipo” de experimentos. Recuerdo también los esqueletos, que vestíamos de acuerdo con las cuatro estaciones. Para las clases de dibujo disponíamos de mesas de proyectos. Laboratorio de revelado de fotografía para las actividades extraescolares. Proyectores de diapositivas para las clases de arte. Un gimnasio cubierto con todo tipo de aparatos (plintos, potros, espalderas…) así como campos para juegos de equipo al aire libre…; todo ello complementado con vestuarios y duchas exquisitamente limpios. Un salón de actos de gran aforo donde, además de actividades propias, se celebraban actos del concello y de otras asociaciones locales, y que servía de sala de cine a veces con un toque “de arte y ensayo”; a mi memoria viene la película Julia, de Fred Zinemann. No faltaba la biblioteca, aunque en los primeros años el acceso a tan sagrado recinto estaba un tanto restringido; cual cristiano viejo tenías que demostrar que eras merecedor de los tesoros que allí se encerraban bajo llave. Recuerdo en especial el Summa Artis y el interminable Espasa, con multitud de volúmenes, suplementos e índices, siempre en curso, y donde podías encontrar cualquier cosa por insignificante que pareciera. Los jardines, y sus dos fuentes en la entrada del edificio, muy cuidados por Vizcaíno, ponían la guinda.
¡Todo eso era para nosotros!. ¡Y todo estaba en perfecto estado de revista!. El director no descansaba nunca. Cual sabueso, olía de lejos los desperfectos, el desorden, la falta de higiene… Y los enmendaba al momento. Ese era el valor y la enseñanza del Instituto. Pulcritud y respeto. No era lo habitual en aquella España un tanto cutre y en aquella Galicia rural, carente de casi todo. El Instituto enseñaba al alumno otra realidad.
Pero los alumnos no fuimos los únicos beneficiados. La puesta en funcionamiento del Instituto revitalizó la ciudad. Los tiempos estaban cambiando y Mondoñedo ya había iniciado su “decadencia” – el antiguo colegio de monjas ya no disponía de profesorado homologado, el seminario se quedaba sin seminaristas…- así que el Instituto tomó el relevo acogiendo a la juventud local y a la de toda la comarca. Mondoñedo sumaba su flamante instituto a los de Ribadeo, Viveiro y Villalba. Pero había para todos, y pronto empezaron a llover estudiantes… Desde la costa (Burela, Cervo, Fazouro, Nois, Barreiros, Reinante...), desde la montaña (Gontán, Abadín…), desde las tierras altas de pastos y cooperativas (Riotorto, Pastoriza, Bretoña…), desde el valle de Lorenzana (Santo Tomé, San Adriano, San Jorge… Trabada), desde O Valadouro (Ferreira, Alfoz, Bacoy, Carballido, San Acisclo…)… Mondoñedo bullía de gente joven. El colegio de monjas y el seminario se reconvirtieron en prácticamente residencias de estudiantes y las pensiones y hospedajes locales se multiplicaron. Con ello, también las salas de fiestas, discotecas, comercios, tiendas de ultramarinos… Los churreros de Ribadeo y los coches eléctricos, que llegaban en octubre con las San Lucas, se instalaban en Mondoñedo hasta diciembre.
Francisco Mayán acompañado de su mujer
A lo largo de mis siete años allí, 6 cursos de bachillerato y COU, fueron muchos los profesores. Algunos siempre presentes, como Mayán, Don Ricardo, Don Ángel, Talía, Puchades, Concepción, Maruchi, Lina Osés, Doña Ángeles, de matemáticas, el terror de los aspirantes a bachiller, Carrasco o, casi al final, la profe de música Remedios do Pallarego; otros más fugaces pero que dejaron huella, como Amelia, Loureiro o Baizán de lengua y literatura, Gallas de ciencias, Silvia Sánchez de francés... Todos ellos nos enseñaron cosas valiosas. Aprendí mucho de arte con Mayán; tanto que, a pesar de sus consejos, decidí estudiar Historia y, una vez en la Facultad, pude comprobar que mi formación era bastante superior a la de mis compañeros y, también, que los alumnos del San Rosendo no teníamos faltas de ortografía. Supe de las vías de Santo Tomás por Don Ricardo, aunque nunca llegué a entender “tan ardua cuestión”. Para los que éramos de letras las matemáticas eran difíciles con Dña Ángeles pero con Carrasco eran coser y cantar, un divertimento, un juego, una novela de Agatha Christie. Con Puchades aprendí que la realidad es según la perspectiva con que se mire y que hay líneas de fuga por las que salir pitando. De Loureiro que se puede leer El Quijote y disfrutarlo. De Talía que Francia es un país con hermosos nombres - Nancy, Lyon, Bordeaux, Nimes, Caen, Dijon, Clermont Ferrand…. Don Ángel nos demostraba de manera fehaciente que, sin embargo, los niños no venían de París. A Concepción le agradezco que me haya enseñado los secretos de la calceta, el ganchillo y el bordado, algo que de otro modo y aún siendo mi madre la mejor en esto, no llegaría a saber nunca… De Lina que el latín es una especie de puzle en el que hay que aprender a encajar las piezas y que acompañar a los alumnos en los viajes de estudios tiene mucho mérito…
En fin… de don Pedro Rubal aprendí las únicas nociones que tengo del griego clásico. Y es que a don Pedro, que inició su labor docente en Mondoñedo, le “tocó” dar clases de griego. Después de ejercer durante años como procurador de los Tribunales, se había licenciado en Filosofía en 1970 y pronto empezó a dar clases en el San Rosendo. Ahí estaba yo, junto a otras pocas compañeras que habíamos elegido la rama de letras y teníamos el griego como opción. Marisa Fermo, mis primas Soledad Michelena y Ángeles Otero, las simpáticas Antoñita Salgado y Marisa Rúa, de Bretoña y Pastoriza respectivamente… Éramos una familia y recuerdo muchas risas. Hacíamos traducciones de La Eneida, supongo que algo libres, y conocimos el amor entre Dido y Eneas; supimos más de la mitología clásica y de las estrechas relaciones entre griegos y romanos; memorizamos declinaciones y tiempos verbales aunque, ante los apuros de un inminente examen de gramática, tuviéramos que recurrir a una pedestre norma nemotécnica; el imperativo y subjuntivo del verbo λύω se nos resistía así que le pusimos música. Todavía hoy puedo recitarlo de corrido con la música de “Y son, y son unos fanfarrones”. Pero sobre todo nos fascinaba el alfabeto. Un alfabeto con el que aprendimos que no hay que preocuparse demasiado por nada, que todo tiene su principio y su fin, su alfa y su omega.
Aunque más tarde supimos que la querencia, o pasión, de Don Pedro era la filosofía, palabra que por cierto procede del griego φιλοσοφία, y que como cualquier profe que tiene que dar una materia de la que no es especialista estaba un poco “preocupado”, todo fue a las mil maravillas. Como en general ocurría en aquel Instituto.
Más tarde también supimos que Don Pedro tuvo una larga y fructífera vida como profesor de filosofía, logrando la cátedra correspondiente, y siendo director de este y otros institutos de la comarca. Y que continuó su labor docente e investigadora fuera de las aulas, colaborando en prensa y siendo autor de un buen puñado de libros de filosofía.
Gracias por todo, Don Pedro, y mis mejores deseos de que siga disfrutando de su buena vida.